La Ofrenda de las Dos Calabazas – La tradición olvidada
La Ofrenda de las Dos Calabazas – La tradición olvidada
En las tierras bañadas por el sol de Castellón, donde el aroma a azahar se mezcla con la brisa salada del Mediterráneo, nació una de las tradiciones más bellas y desconocidas de los peregrinos que partían hacia Sant
iago de Compostela.
Antes de comenzar la larga caminata, la preparación era meticulosa y llena de simbolismo. Cada peregrino, con el corazón lleno de fe y la mochila cargada de esperanza, elegía con esmero dos calabazas vacías, duras y resistentes. Estas no serían simples cantimploras, sino el vínculo tangible entre su tierra y su destino.
La primera calabaza, la del caminante, la llenaban con un brebaje sabio y práctico: vino aguado. Esta mezcla, heredada de la experiencia de sus ancestros, era el secreto para mantenerse hidratado en el largo viaje. El vino, por poco que fuera, impedía que el agua se corrompiera durante los días de calor, purificándola y desinfectándola. Era el compañero fiel que calmaría la sed, fortalecería el cuerpo y brindaría un momento de calor en las frías noches de la marcha. Representaba la necesidad terrenal, la prudencia y la sabiduría del viajero.
Pero era la segunda calabaza, la del alma, la que guardaba el verdadero tesoro. La víspera de la partida, el peregrino se acercaba a la orilla de su mar, el Mediterráneo. Allí, con solemnidad, llenaba la calabaza hasta el borde con aquella agua salada que había mecido sus sueños y bañado la tierra de sus raíces. Esa agua no era para beber; era una ofrenda líquida, un pedazo de su esencia.
Al iniciar el Camino, esta calabaza se convertía en su más preciada carga. En cada iglesia, catedral o humilde ermita que encontraba a su paso, el peregrino realizaba un ritual íntimo y profundo. Con dedos temblorosos de emoción y devoción, abría la calabaza mediterránea y, junto al agua bendita de la pila, dejaba caer unas gotas de su mar.
Era su manera de decir: «He llegado desde muy lejos. Traigo conmigo el alma de mi tierra para unirla a la vuestra. Mi fe se mezcla con la de este lugar sagrado, como mis aguas se mezclan con las vuestras. Aceptad esta ofrenda de un caminante.»
Esa gota de Mediterráneo era su firma, su saludo y su plegaria silenciosa. Una ofrenda de amor y cariño que iba sembrando el Camino con un rastro invisible de sal y fe, uniendo simbólicamente el Mare Nostrum con la tumba del Apóstol en Compostela, la meta final de todo peregrino.
Por eso, cuando en el horizonte del Camino de Santiago veas recortarse la silueta de un peregrino con dos calabazas, no solo verás a un caminante. Verás a un hijo del Mediterráneo que lleva en una el sustento para su cuerpo y en la otra, el amor por su tierra como ofrenda para el alma. Recuerda: del Mediterráneo viene, y a ver al Santo va. Y lleva consigo todo el mar para entregarlo en cada altar.



